Alberto Ernesto Feldman

Un poco para tratar de conciliar el sueño, que ahora, a los setenta años, no quiere quedarse conmigo después de la cinco de la mañana, y otro poco para repasar, con una dulce melancolía, los primeros pasos de ese joven médico psiquiatra que fui, reviví esta madrugada el caso de Carlos H., uno de mis primeros pacientes particulares, en una época en que creía que todo lo que debía saber estaba en los libros.
Carlos era un muchacho de algo menos de treinta años, aproximadamente la misma edad que tenía entonces. Había sido traído a la consulta por sus padres, un matrimonio mayor de aspecto severo y trato muy formal, deseoso de recuperar la salud mental de su hijo que, según su criterio, al que en principio adherí, estaba muy deteriorada. Me dejaron una lista de cuatro o cinco actitudes rutinarias de su hijo, que, al parecer, no dejaban lugar a dudas sobre su comportamiento maníaco y que me servirían como orientación para abordar el tratamiento.
En la segunda consulta vino solo y parecía mucho más tranquilo y desenvuelto que la primera vez, entonces decidí encarar con determinación el primer punto de la lista.
-Carlos… ¿Qué lo lleva a levantarse todos los días a las 6.30 de la mañana, volver a acostarse a las 6.45 y dejar la cama definitivamente a las 8.00?
Me contestó con dos preguntas: -Doctor, ¿Usted fue a primer grado en el turno de la mañana?… ¿Usted vivió en algún humilde barrio de los suburbios?- y antes de que tuviera tiempo de pensar la respuesta, me disparó la tercera pregunta: -¿Usted tuvo que caminar quince cuadras todos los días, llueva o truene, para llegar a la escuela?
Tuve que admitir que mi respuesta era tres veces negativa.
-Entonces, doctor, tendrá que convenir conmigo en que difícilmente podría ponerse en el lugar de un chico de seis, o pocos años más, caminando en invierno, pisando escarcha, con la nariz, las orejas y los dedos duros de frío y llenos de sabañones, añorando el solcito del mediodía, sólo porque su padre piensa que el turno tarde es para los débiles y los haraganes.
-Carlos, eso no explica su actitud actual de todas las mañanas.
-Sí, lo explica, doctor, siempre que usted quiera verlo. Pongo el despertador a las seis, me levanto como un zombi y, cuando me avivo un poco, me doy cuenta que no tengo seis años y que no voy a salir a ese frío brutal, porque ahora soy empleado y entro a las diez. Vuelvo a la cama, que todavía está calentita y duermo durante una hora y cuarto el mejor de los sueños…
Irritado conmigo mismo, pensé que mi paciente me iba ganando uno a cero.
Cuando se fue, miré el segundo punto de la lista y, para mis adentros, me dije que descontaría la ventaja en el próximo partido, digo, en la siguiente consulta.
En esa tercera entrevista, que fue la última, una vez que entró, saludó y se sentó cómodamente frente a mí, le descerrajé a quemarropa el segundo punto de la lista dejada por sus padres:
-Carlos, ¿cuál es la razón para tocar, todos los días, el timbre de la casa de al lado e irse sin esperar que lo atiendan?
Nuevamente contestó con otra pregunta: -Doctor… ¿Usted nunca jugó al “Rin-raje” con sus amigos?
-Sí, cómo no, todos lo hemos jugado alguna vez, respondí.
-No, todos no. Yo no jugaba ni tenía amigos, me pasaba las tardes mirando por la ventana como jugaban los otros chicos… No me dejaban salir; mi madre temía a las malas compañías, a la mordedura de un perro, a los accidentes de tránsito, a las enfermedades contagiosas y, un poco más tarde, a todo lo referido al sexo… Por solo mencionarle algunos de sus temores… Por otra parte, si toco todos los días el timbre de la casa de al lado y me voy sin esperar respuesta, no veo porqué se asombra; después de todo, cuando usted jugaba al “Rin-raje”, seguramente no se quedaría esperando a que salga el dueño de casa, ¿verdad? De todos modos, no se preocupe doctor, esa casa está desocupada desde hace muchos años, y yo toco el timbre sabiendo que, como todos los días, mis padres están mirándome desde la puerta de casa, con sus cabezas asomadas, para asegurarse de que llego a la esquina sano y salvo. Yo actúo para ellos; ellos ya actuaron para mí. Me pasé toda la vida entre un padre que quería que su hijo se “hiciera hombre”, a fuerza de privaciones, y una madre que quería evitar que algo me lastimara, creo que una de las pocas cosas en que se pusieron de acuerdo es en traerme hasta usted… ¡Tuve que decirles que dejo pasar ocho ómnibus y que doy cuatro vueltas a la manzana antes de entrar al trabajo, como escribieron en esa lista que usted tiene ahí, sólo para justificar el tiempo que empleo en mis clases de Música en un Conservatorio próximo, porque papá piensa que la Música es cosa inútil, y por lo tanto descartable. ¡No sabe usted lo feliz que soy tocando la trompeta! ¡Creo que cuando me aumenten un poco más el sueldo, me voy a vivir solo y a formar mi propia banda!… ¡Y seguramente me voy a animar a tener una chica a mi lado!
Lo vi tan feliz, con la mirada brillante, conservando su trabajo y con proyectos tan viables, que no pude menos que decirle, al despedirnos, que quienes debían recibir atención médica eran sus padres.
Poco tiempo más tarde, caí en la cuenta de que él me había enseñado algo que no estaba escrito en ninguno de los libros que había estudiado; que nunca es tarde, aun teniendo que luchar contra viento y marea, para completar el rompecabezas de la vida.
Y fue desde entonces que me puse a tocar el piano, que es lo que siempre me había gustado.
Después de todo, ya le había hecho el gusto a mi padre, que quiso que fuera médico, y ahora había llegado el momento de complacer a mamá… ¡A ella sí que le gustaba la Música!… ¡Estos viejos!…
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