jueves, 27 de noviembre de 2014

EL PIANO Y LA TROMPETA


 Alberto Ernesto Feldman


Piano y trompeta
Un poco para tratar de conciliar el sueño, que ahora, a los setenta años, no quiere quedarse conmigo después de la  cinco de la mañana, y otro poco para repasar, con una dulce melancolía, los primeros pasos de  ese joven médico psiquiatra que  fui,  reviví  esta madrugada el caso de Carlos H., uno de mis primeros pacientes particulares, en una época en que creía que todo lo que debía saber estaba en los libros.
Carlos era un muchacho de algo menos de treinta años, aproximadamente la misma edad que tenía entonces. Había sido traído a la consulta por sus padres, un matrimonio mayor de aspecto severo y trato muy formal, deseoso de recuperar la salud mental de su hijo que, según su criterio,  al que en principio adherí, estaba muy deteriorada. Me dejaron una lista  de  cuatro o cinco  actitudes rutinarias de su hijo, que, al parecer,  no dejaban lugar a dudas sobre su comportamiento maníaco y que me servirían como  orientación para abordar el tratamiento.
En la segunda consulta vino solo y parecía mucho más tranquilo y desenvuelto que la primera vez, entonces decidí  encarar con determinación el primer punto de la lista.
-Carlos… ¿Qué lo lleva a levantarse todos los días a las 6.30 de la mañana, volver a acostarse a las 6.45 y  dejar la cama definitivamente a las 8.00?
Me contestó con  dos preguntas:  -Doctor, ¿Usted  fue a primer grado en el turno de la  mañana?… ¿Usted vivió en algún humilde barrio de los suburbios?- y antes de  que tuviera tiempo  de  pensar la respuesta, me  disparó la  tercera  pregunta: -¿Usted tuvo que caminar  quince cuadras todos los días, llueva o truene, para llegar a  la escuela?
Tuve que admitir que mi respuesta era tres veces negativa.
-Entonces, doctor, tendrá que convenir conmigo en que difícilmente podría ponerse en el lugar de un chico de seis, o pocos  años  más, caminando en invierno, pisando escarcha, con la nariz, las orejas y los dedos duros de frío y llenos de sabañones,  añorando el solcito del mediodía, sólo porque su padre piensa que el turno tarde es para los  débiles y los  haraganes.
-Carlos, eso no explica su actitud actual de todas las mañanas.
-Sí, lo explica, doctor, siempre que usted quiera verlo.  Pongo el despertador a las seis, me levanto como un zombi y, cuando me avivo un poco, me doy cuenta que no tengo seis años y que no voy a  salir a ese frío brutal,   porque  ahora soy empleado y entro a las  diez. Vuelvo a la cama, que  todavía está calentita y duermo durante una hora y cuarto el mejor de los sueños…
Irritado conmigo mismo, pensé que mi paciente me  iba ganando  uno a cero.
Cuando se fue, miré el segundo punto de la lista y, para mis adentros,  me dije que   descontaría la ventaja en el próximo partido, digo, en la siguiente consulta.
En esa  tercera entrevista, que fue la última, una vez que  entró,  saludó y  se sentó  cómodamente frente a mí,  le descerrajé a quemarropa  el segundo punto de la lista dejada por sus padres:
-Carlos, ¿cuál es la razón para tocar, todos los días, el timbre de la casa de al lado e irse sin esperar que lo atiendan?
Nuevamente contestó con otra pregunta: -Doctor… ¿Usted nunca jugó al “Rin-raje” con sus amigos?
-Sí, cómo no, todos lo hemos jugado alguna vez, respondí.
-No, todos no. Yo no jugaba ni tenía amigos, me pasaba las tardes mirando por la ventana como jugaban los otros chicos… No me dejaban salir;  mi madre temía a las malas compañías,  a la mordedura de un perro, a  los accidentes de tránsito, a  las enfermedades contagiosas y, un poco más tarde, a todo lo referido al sexo… Por solo mencionarle algunos de sus temores… Por otra parte, si toco todos los días el timbre de la casa de al lado y me voy sin esperar respuesta, no veo porqué se  asombra; después de todo, cuando usted jugaba al “Rin-raje”, seguramente  no se quedaría esperando a que  salga el dueño de casa, ¿verdad? De todos modos, no se preocupe doctor, esa casa está desocupada  desde hace muchos años, y yo toco el timbre sabiendo que, como todos los días, mis padres están mirándome desde la puerta de casa, con sus cabezas asomadas,  para asegurarse de que llego a la esquina sano y salvo. Yo actúo para ellos; ellos ya actuaron para mí. Me pasé toda la vida entre un padre que quería que su hijo  se “hiciera  hombre”,  a fuerza de privaciones,  y una madre que quería  evitar que algo me lastimara, creo que  una de las pocas cosas  en que se pusieron de acuerdo es en traerme hasta usted… ¡Tuve que decirles que dejo pasar ocho  ómnibus y que doy cuatro vueltas a la manzana antes de entrar al trabajo, como escribieron en esa lista que usted tiene ahí,  sólo  para justificar el tiempo que empleo en mis clases de Música en un Conservatorio próximo,  porque  papá piensa que la Música es cosa  inútil,  y por lo tanto descartable. ¡No sabe usted lo feliz que soy tocando la trompeta! ¡Creo que cuando me aumenten  un poco más  el sueldo, me voy a vivir solo y  a formar mi propia banda!… ¡Y seguramente me voy a animar a tener  una chica a mi lado!
Lo vi tan feliz, con la mirada brillante, conservando su trabajo y con  proyectos tan viables, que no  pude menos que  decirle,  al despedirnos, que quienes debían  recibir atención médica eran sus padres.
Poco tiempo más tarde, caí en la cuenta de que él me había  enseñado algo que no  estaba escrito en ninguno de los libros que había estudiado;  que nunca es tarde, aun  teniendo que luchar contra viento y marea,  para completar el rompecabezas de la vida.
Y fue desde entonces que me puse a  tocar el piano, que es lo que siempre me había gustado.
Después de todo, ya le había hecho el gusto a mi padre, que quiso que fuera médico, y ahora había llegado el momento de  complacer a  mamá… ¡A ella sí que le gustaba la Música!… ¡Estos viejos!…

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